
En un año marcado por el desafío de optimizar recursos y revitalizar entornos escolares, el Programa Ministerio Sustentable impulsó una transformación silenciosa pero profunda: la recuperación integral de espacios educativos a través del retiro de miles de elementos en desuso.
Como periodista que recorrió varias de estas instituciones, pude ver de primera mano cómo la liberación de metros cuadrados olvidados se traduce en bienestar, seguridad y mejores condiciones para enseñar y aprender.
Cuando uno saca aquello que estorba, no sólo ordena: también abre posibilidades, me dijo una directora mientras señalaba un salón que llevaba años inutilizado.
Esa frase resume el espíritu de una iniciativa que va mucho más allá de retirar muebles viejos: propone devolver funcionalidad, dignidad y nuevas oportunidades a espacios que estaban condenados al abandono.
A lo largo de 2025, más de 200 escuelas de ambas gestiones recibieron asistencia específica para diagnosticar, clasificar y retirar mobiliario y materiales que ya no cumplían ninguna función dentro de las instituciones.
El número impresiona por sí solo: más de 9500 muebles en desuso fueron retirados, liberando aulas completas, reorganizando depósitos, despejando pasillos y habilitando rincones que, hasta entonces, representaban un riesgo para estudiantes y docentes.
Mi experiencia al recorrer las escuelas incluidas en este programa me permitió ver repetidamente la misma escena: espacios atiborrados de sillas rotas, armarios desvencijados, estufas en mal estado o electrodomésticos que alguna vez funcionaron pero hoy sólo ocupaban lugar.
Ese amontonamiento, muchas veces naturalizado, generaba un problema mucho más profundo que el simple desorden. Hablamos de pérdida de áreas útiles, dificultades para circular, riesgos de seguridad y una sensación generalizada de deterioro que afecta la vida institucional.
El Programa Ministerio Sustentable incorporó un enfoque metodológico claro. Cada escuela recibió un diagnóstico inicial donde se evaluó qué muebles podían reutilizarse, cuáles debían trasladarse a otras instituciones y cuáles ingresarían a circuitos formales de reciclaje.
Esta lógica no sólo permitió ordenar, sino también promover un uso eficiente de los recursos públicos. Aquellos elementos en buen estado encontraron un segundo destino; los deteriorados fueron tratados bajo normas ambientales estrictas.
Dentro de ese proceso también se abordó un capítulo particularmente complejo: la gestión de Residuos de Aparatos Eléctricos y Electrónicos (RAEE).
Estufas viejas, heladeras que ya no enfriaban, microondas, ventiladores y pequeños electrodomésticos fueron retirados y derivados a Cooperativas de Recuperadores Urbanos.
Su participación garantiza un tratamiento seguro y ambientalmente responsable, además de generar inclusión laboral y fortalecer cadenas de economía circular.
En más de una escuela, los directivos y porteros me contaron que había rincones ocupados “desde hacía una década”. Algunos depósitos tenían tal acumulación que se volvieron prácticamente inaccesibles.
Después del retiro, esos mismos espacios se transformaron en salas de lectura, áreas de archivo ordenado o incluso en aulas recuperadas.
Ese impacto concreto es el que el programa busca consolidar: no se trata de “sacar cosas”, sino de devolver funcionalidad y generar bienestar institucional.
Las cifras respaldan este proceso de cambio. Según el equipo técnico, cada escuela logró recuperar entre 15 y 70 metros cuadrados, dependiendo del nivel de acumulación previo.
Puede parecer poco en términos urbanos, pero dentro de una institución educativa esos metros equivalen a cursos enteros, talleres, gabinetes pedagógicos o zonas seguras de recreación.
El beneficio directo es palpable: más espacio para estudiantes, mejores condiciones laborales para docentes y una convivencia escolar más saludable.
Además, el programa instaló una mirada de largo plazo. La recuperación de espacios no finaliza con el retiro del mobiliario: implica repensar el uso, planificar la disposición y apropiarse nuevamente de áreas que estaban relegadas.
Varias escuelas aprovecharon la oportunidad para reorganizar circuitos de circulación, mejorar la iluminación, reforzar la limpieza y generar zonas más seguras ante emergencias.
Recorrer estos establecimientos me permitió confirmar algo que muchas veces olvidamos: el espacio también educa.
Un aula despejada, un corredor libre y un depósito ordenado inciden directamente en el clima institucional.
Cuando las escuelas recuperan terreno físico, también recuperan tiempo, energía y capacidad pedagógica.


