Entre el cemento y los árboles de una esquina poco transitada de Palermo Chico, un San Martín distinto, humano, casi íntimo, desafía las imágenes solemnes de los manuales. Vestido de civil y rodeado de sus nietas, el prócer aparece como nunca antes: simplemente, un abuelo.
En una ciudad repleta de estatuas ecuestres y próceres de bronce marcial, hay una que conmueve por su sencillez. Es el único monumento en Buenos Aires que muestra al General José de San Martín en sus últimos años, lejos de la gloria militar, vestido de civil y acompañado por sus nietas. Ubicado en el cruce de la avenida Mariscal Castilla y la calle Aguado, este homenaje, inaugurado en diciembre de 1951, nos invita a mirar al libertador desde una perspectiva íntima y profundamente humana.
«Cuando lo descubrí, sentí que había encontrado una versión secreta de San Martín, como si el bronce guardara una confidencia», me dijo una mujer que paseaba a su perro y se detuvo, sorprendida, frente a la escultura. Yo también me sentí así: frente a un prócer que, por una vez, no impone, sino que acompaña.
Realizado en bronce por el ingeniero y escultor Ángel Eusebio Ibarra García, el monumento fue erigido sobre un pedestal de granito pulido, al que se le agregaron tres bajorrelieves que retratan escenas poco comunes de la vida del General:
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«Cultivando sus dalias», una imagen doméstica y apacible del San Martín jardinero en Boulogne-sur-Mer, donde pasó sus últimos años.
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«En la ribera del Sena», evocación de su vida en el exilio francés, paseando junto al río con la mirada quizás perdida en recuerdos de América.
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«Limpiando sus armas», acto que podría leerse como símbolo de preparación, de cuidado, pero también de memoria viva de su lucha por la libertad.
Esta escultura nos muestra a un San Martín ya mayor, alejado del fragor de las batallas de Maipú o Chacabuco, y más cercano a la figura del abuelo protector. Su gesto no es de mando, sino de afecto. A su alrededor, las figuras de sus nietas lo envuelven en una escena que podría ocurrir en cualquier plaza, en cualquier casa. Es un prócer, sí, pero también un hombre con memoria, afectos y silencios.
La ubicación del monumento —un rincón apacible de Palermo Chico— contribuye a esa sensación de descubrimiento casual. No está en una gran avenida, no hay placas doradas ni custodios uniformados. Es casi una estatua secreta, uno de esos lugares que uno encuentra caminando sin buscar, pero que después recuerda para siempre.
Y me parece justo que así sea. Porque San Martín fue, sin dudas, un gigante de la historia, pero también fue un exiliado, un padre, un viudo, un abuelo. Su lucha no terminó en los campos de batalla, sino en los pequeños gestos de la vida cotidiana. Este monumento, humilde y alejado de los reflectores, honra esa dimensión humana.
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Inaugurado en diciembre de 1951.
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Obra del escultor Ángel Eusebio Ibarra García.
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Única estatua de San Martín en Buenos Aires que lo representa en ropas de civil.
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Ubicado en Av. Mariscal Castilla y calle Aguado, Palermo Chico.
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Pedestal con tres bajorrelieves que muestran momentos íntimos de su vida.
El monumento no solo interpela nuestra memoria histórica, sino también nuestra forma de mirar a los próceres. Nos enseña que la grandeza también puede encontrarse en los momentos simples, en el silencio de un jardín, en la compañía de los nietos, en la resignación de un exilio digno.
Frente a esta estatua, me detuve más de lo habitual. No por la imponencia, sino por la humanidad que transmite. Como periodista y como argentino, sentí que esta imagen de San Martín —civil, abuelo, silencioso— me hablaba más que mil discursos. Y entendí que, quizás, la inmortalidad no está solo en los actos heroicos, sino en los pequeños gestos que trascienden el tiempo.